jueves, 10 de marzo de 2016

La muerte de un cuerpo humano


Si bien la muerte es algo a lo cual el ser humano ha tenido miedo y ha sido un campo muy poco explorado por sus miles de incógnitas sobre lo que sucede con un ser vivo después de muerto refiriéndonos al alma,   tal vez eso nunca se llegue a saber, pero ¿Qué sucede cuando el cuerpo ha dejado de funcionar? si bien a lo largo de nuestra vida el cuerpo ha  cumplido con millones de funciones este debe cumplir un nuevo ciclo el de la descomposición.



Autolisis
La descomposición empieza unos minutos más tarde de la muerte con un proceso llamado autolisis, o autodigestión. Poco después de que el corazón se pare, las células se quedan sin oxígeno y su acidez aumenta a medida que los derivados tóxicos de las reacciones químicas se acumulan en su interior. Las enzimas comienzan a digerir las membranas celulares antes de filtrarse por las células rotas. El proceso suele empezar en el hígado, rico en enzimas, y en el cerebro, que tiene un alto contenido en agua. Finalmente, todos los tejidos y órganos se colapsan del mismo modo. Rotos los vasos sanguíneos, las células se depositan, por efecto de la gravedad, en los capilares y las venas pequeñas, decolorando la piel.
La temperatura corporal empieza a caer también, hasta adaptarse al entorno. Es el momento del rigor mortis –“la rigidez de la muerte”-, que comienza por los párpados, la mandíbula y los músculos del cuello y sigue con el tronco y las extremidades. En un cuerpo vivo, las células musculares se contraen y se relajan gracias a la acción de dos proteínas filamentosas (la actina y la miosina), que se deslizan a la par. Tras la muerte, las células se ven privadas de su fuente de energía y los filamentos proteicos quedan inmovilizados. Esto provoca la rigidez de los músculos y la parálisis de las articulaciones.
En estas primeras fases, el ecosistema del cadáver está formado sobre todo por bacterias que viven en y del cuerpo humano vivo. Nuestro cuerpo alberga una enorme cantidad de bacterias. Cada rincón del cuerpo es un hábitat para comunidades de microbios específicas. Con diferencia, la mayor de estas comunidades está en el intestino, donde residen billones de bacterias de cientos o miles de especies diferentes.
La microbiota (ese conjunto de microorganismos que se localizan de manera normal en distintos sitios del cuerpo humano) Se le ha asignado diversos papeles en la salud humana y se la asocia a miles de afecciones y dolencias, desde el autismo y la depresión hasta el síndrome del colon irritable y la obesidad. Pero es poco lo que sabemos de estos parásitos microbianos. Y menos aun lo que sabemos de ellos cuando morimos.
La mayoría de los órganos internos están libres de microbios mientras vivimos. Poco después de la muerte, sin embargo, el sistema inmune deja de funcionar, lo que permite su expansión por todo el cuerpo. Es algo que suele empezar en las tripas, en el cruce entre los intestinos grueso y delgado –y enseguida en los tejidos vecinos-, de dentro afuera. Alimentándose del cóctel químico que se escapa de las células dañadas, los microbios invaden los capilares del sistema digestivo y los nódulos linfáticos y se propagan por el hígado y el bazo antes de pasar al corazón y el cerebro. Tras la muerte, las células se ven privadas de su fuente de energía y los filamentos proteicos quedan inmovilizados. Esto provoca la rigidez de los músculos y la parálisis de las articulaciones
El estudio de Javan sugería que ese “reloj microbiano” podría estar aún funcionando dentro del cuerpo humano en descomposición. Demostraba que las bacterias alcanzaron el hígado unas 20 horas después de la muerte y que transcurrieron al menos 58 horas hasta que se propagaron por todos los órganos de los que se tomaron muestras. Es posible, por tanto, que tras la muerte nuestras bacterias se expandan por el cuerpo de un modo sistemático, y que la cadencia con la que se infiltran primero en un órgano interno y después en otro nos ofrezca otro modo de estimar el tiempo transcurrido desde la muerte.
“El grado de descomposición varía entre los distintos individuos pero también entre los distintos órganos”, dice Javan. “El bazo, el intestino y el estómago, así como el útero de una embarazada, se descomponen antes, mientras que el riñón, el corazón y los huesos sufren un deterioro más lento”. 

Putrefacción
Una vez que la autolisis se inicia y las bacterias van escapando del tracto gatrointestinal, comienza la putrefacción. Es la muerte molecular, la descomposición, aún más aguda, de los tejidos blandos en gases, líquidos y sales. En realidad es algo que ya había empezado, pero es con la intervención de las bacterias anaeróbicas cuando de verdad coge impulso.
En la putrefacción, las especies bacterianas aeróbicas, que necesitan oxígeno para crecer, ceden el terreno a las anaeróbicas, que no lo necesitan. Estas comienzan a alimentarse de los tejidos corporales, fermentando los azúcares en su interior y produciendo así derivados gaseosos como el metano, el sulfuro de hidrógeno y el amoniaco, que se acumulan en el cuerpo e inflan (o “entumecen”) el abdomen y a veces otras partes del cuerpo.


De esta forma el cuerpo se decolora aún más. A medida que las células sanguíneas escapan de los vasos en desintegración, las bacterias anaeróbicas transforman las moléculas de la hemoglobina, que llevaban el oxígeno por el cuerpo, en sulfohemoglobina. La presencia de esta molécula en la sangre es lo que da al cuerpo en plena descomposición esa apariencia translúcida, olivácea, tan característica.



Colonización
Cuando un cuerpo en descomposición comienza a purgarse queda expuesto al entorno. En esta fase, el ecosistema cadavérico es ya completamente autónomo: un nido de microbios, insectos y carroñeros.
Dos especies asociadas a la descomposición son la moscarda y la mosca de la carne (y sus larvas). Los cadáveres desprenden un olor fétido, dulzón, nacido de una compleja mezcla de compuestos volátiles que cambia según progresa la descomposición. Las moscardas detectan el olor mediante receptores especializados en sus antenas, se posan en el cadáver y ponen sus huevos en los orificios y las heridas abiertas.
Cada mosca pone unos 250 huevos que se abren en el espacio de 24 horas. Las pequeñas larvas se alimentan de la carne putrefacta y mudan en larvas más grandes, que se alimentan durante varias horas antes de volver a mudar. Tras seguir alimentándose, estas larvas, ya de mayor tamaño, se arrastran fuera del cuerpo. Entonces pupan y se transforman en moscas adultas, y el ciclo recomienza hasta que no queda con qué alimentarse.



Es posible que, tras la muerte, nuestras bacterias se expandan por el cuerpo de un modo sistemático, y que la cadencia con la que se infiltran primero en un órgano interno y después en otro nos ofrezca otro modo de estimar el tiempo transcurrido desde la muerte
En condiciones normales, un cuerpo en descomposición contendrá un gran número de larvas en la tercera fase. Esta “masa larval” genera mucho calor, elevando la temperatura en el interior del cadáver en más de 10ºC. Igual que una piña de pingüinos en el Polo Sur, la masa larval está en constante movimiento. Pero mientras los pingüinos se juntan para darse calor, las larvas se mueven para refrigerarse.

La presencia de moscas atrae a diversos depredadores, como el escarabajo de la piel, el ácaro, la hormiga, la avispa y la araña, que se alimentan de las larvas y los huevos de las moscas, o bien los parasitan. Los buitres y otros carroñeros, al igual que algunos grandes carnívoros, pueden también aparecer por allí.
Pero son las larvas, en ausencia de carroñeros, las encargadas de eliminar los tejidos blandos. Como anotó en 1767 Carl Linneo (a quien debemos el sistema usado por los científicos para nombrar las distintas especies), “tres moscas pueden consumir el cadáver de un caballo en el mismo tiempo que un león”. Las larvas de la tercera fase saldrán por fin del cadáver en grandes cantidades, casi siempre siguiendo la misma ruta. Su actividad es tan minuciosa que sus rutas migratorias pueden apreciarse, tras la descomposición, en los hondos surcos que quedan en el suelo emanado del cuerpo.
Cada especie que visita el cadáver tiene un repertorio único de microbios intestinales y es probable que los diferentes tipos de suelo alberguen diferentes comunidades bacterianas cuya composición esté determinada por factores como la temperatura, la humedad y el tipo y la textura del suelo.


Dos especies asociadas a la descomposición son la moscarda y la mosca de la carne (y sus larvas). Los cadáveres desprenden un olor fétido, dulzón, nacido de una compleja mezcla de compuestos volátiles que cambia según progresa la descomposición
Todos estos microbios se mezclan y se relacionan dentro del ecosistema cadavérico. Además de dejar sus huevos en él, las moscas que llegan al cadáver se llevan algunas de las bacterias que encuentran allí y dejan otras propias. Los tejidos licuados que se filtran a través del cuerpo permiten, por su parte, el intercambio de bacterias entre el cadáver y el suelo subyacente.
De modo que es probable que cada cadáver tenga su propia firma microbiológica y que esta firma pueda cambiar con el tiempo dependiendo de las condiciones precisas del lugar de la muerte. Si se logra entender mejor la composición de estas comunidades bacterianas, las relaciones entre ellas y cómo se influyen entre sí a medida que avanza la descomposición, algún día los forenses tendrán más información del dónde, cuándo y cómo de la persona muerta.
Por poner un ejemplo, la detección, en un cadáver, de secuencias de ADN específicas de un organismo particular o un tipo de suelo podría ayudar a los investigadores que trabajan en la escena del crimen a relacionar el cuerpo de una víctima de asesinato con una localización geográfica, o incluso a estrechar aún más –una finca en un área concreta- la zona donde buscar pistas.

Purga
“Estamos estudiando el fluido de la purga que sale de los cuerpos en descomposición”, dice Daniel Wescott, director del Centro de Antropología Forense de la Universidad del Estado de Texas en San Marcos.
 “He estado leyendo un artículo sobre drones que sobrevuelan tierras de cultivo con el fin de decidir cuáles son más fértiles”, dice. “Utilizan un casi-infrarrojo, y los suelos con una mayor riqueza orgánica presentan un color más oscuro que los otros. Pensé que si eso era posible, entonces nosotros podíamos centrarnos en nuestros pequeños círculos”.
Esos “pequeños círculos” son islas de descomposición cadavérica. El cadáver altera significativamente la composición química del suelo sobre el que se descompone, provocando cambios que pueden durar años. La purga – la expulsión de desechos de los restos del cuerpo- libera nutrientes en el suelo, y la migración de las larvas transfiere casi toda la energía del cuerpo a un entorno más amplio. Finalmente, el proceso crea una “isla de descomposición cadavérica”, un área muy concentrada de suelo de gran riqueza orgánica. No solo libera nutrientes en un ecosistema más amplio sino que atrae otras materias orgánicas, como insectos muertos y restos fecales de animales más grandes.
Se calcula que un cuerpo humano normal está formado por entre un 50% y un 75% de agua, y que cada kilo de masa corporal seca acaba por liberar 32 gramos de nitrógeno, 10 gramos de fósforo, 4 gramos de potasio y 1 gramo de magnesio en el suelo. En un primer momento destruye parte de la vegetación del entorno, bien por la toxicidad del nitrógeno, bien por los antibióticos que contiene el cuerpo, secretados por las larvas de los insectos mientras se alimentan de su carne. Pero, al final, la descomposición beneficia al ecosistema de los alrededores.
La biomasa microbiana dentro de la isla de descomposición cadavérica es mayor que en otras áreas cercanas. Atraídos por los nutrientes que el cuerpo va filtrando, los gusanos nematodos, vinculados a la descomposición, se hacen más abundantes, con lo que la vida vegetal es también más diversa. Estudiar en profundidad cómo los cadáveres en descomposición alteran la ecología del entorno podría facilitar la búsqueda de víctimas de asesinato cuyos cuerpos hubieran sido enterrados de manera superficial
El análisis de la tierra de la sepultura podría también proporcionarnos otro modo de calcular el momento de la muerte. Un estudio de 2008 sobre los cambios bioquímicos que tienen lugar en una isla de descomposición cadavérica mostraba que la concentración de lípido-fósforos que fluye del cadáver está en su apogeo unos 40 días después de la muerte, mientras que la del nitrógeno y el fósforo extractable alcanzan su punto más alto a los 72 y a los 100 días de la muerte, respectivamente. Si lográramos entender mejor estos procesos, el análisis bioquímico de la tierra de la sepultura podría algún día ayudar a los investigadores forenses a calcular el tiempo que lleva un cuerpo enterrado en un lugar determinado.

Entierro
En el calor seco, sin tregua, del verano de Texas, un cuerpo dejado a su suerte se momificará antes de descomponerse del todo. La piel perderá enseguida toda humedad, y seguirá pegada a los huesos cuando el proceso haya finalizado.
La velocidad de las reacciones químicas que intervienen en el proceso se dobla con cada aumento de 10º en la temperatura, de modo que un cadáver alcanzará la fase de descomposición avanzada a los 16 días de la muerte en unas condiciones de temperatura media diaria de 25º. Para entonces, el cuerpo habrá perdido casi toda su carne y podrá empezar la migración masiva de las larvas al exterior del esqueleto.
Los antiguos egipcios aprendieron involuntariamente cómo el entorno afecta a la descomposición. En el período predinástico, antes de que empezaran a fabricar tumbas y féretros, envolvían a sus muertos en lino y los enterraban directamente en la arena. El calor inhibía la actividad de los microbios y la sepultura impedía que los insectos llegaran al cuerpo, de modo que estos se conservaban excepcionalmente bien. Más adelante empezaron a fabricar tumbas elaboradas para los muertos con el fin de asegurarles una buena vida en el más allá, pero el efecto fue el contrario al deseado, ya que al alejar el cuerpo de la arena, la descomposición se aceleró. Así, inventaron el embalsamiento y la momificación.


El embalsamiento implica el tratamiento del cuerpo con sustancias químicas que reducen la velocidad del proceso de descomposición. Un embalsamador del antiguo Egipto lavaría primero el cuerpo del muerto con vino de palma y agua del Nilo, sacaría casi todos los órganos internos a través de una incisión a lo largo del costado izquierdo y lo llenaría de natrón (una mezcla salina típica del Valle del Nilo). Utilizaría un gancho largo para extraer el cerebro a través de las fosas nasales y luego cubriría todo el cuerpo con natrón y lo dejaría secarse durante 40 días. En un primer momento, los órganos secos se dejaban en jarras canópicas enterradas junto al cuerpo; más adelante, se envolvían en lino y se devolvían al cadáver. Por fin, el propio cadáver era envuelto en múltiples capas de lino para prepararlo para el entierro. Los funerarios estudian todavía hoy las técnicas de embalsamiento de los antiguos egipcios.
Según las leyes de la termodinámica, la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma. En otras palabras: las cosas se descomponen y, en el proceso, su masa se convierte en energía.