La
muerte de un cuerpo humano
Si bien la muerte es algo a lo cual el ser humano ha
tenido miedo y ha sido un campo muy poco explorado por sus miles de incógnitas
sobre lo que sucede con un ser vivo después de muerto refiriéndonos al
alma, tal vez eso nunca se llegue a
saber, pero ¿Qué sucede cuando el cuerpo ha dejado de funcionar? si bien a lo
largo de nuestra vida el cuerpo ha
cumplido con millones de funciones este debe cumplir un nuevo ciclo el
de la descomposición.
Autolisis
La descomposición empieza unos minutos más tarde de la muerte con un
proceso llamado autolisis, o autodigestión. Poco después de que el corazón se
pare, las células se quedan sin oxígeno y su acidez aumenta a medida que los
derivados tóxicos de las reacciones químicas se acumulan en su interior. Las
enzimas comienzan a digerir las membranas celulares antes de filtrarse por las
células rotas. El proceso suele empezar en el hígado, rico en enzimas, y en el
cerebro, que tiene un alto contenido en agua. Finalmente, todos los tejidos y
órganos se colapsan del mismo modo. Rotos los vasos sanguíneos, las células se
depositan, por efecto de la gravedad, en los capilares y las venas pequeñas,
decolorando la piel.
La temperatura corporal empieza a caer también, hasta adaptarse al
entorno. Es el momento del rigor mortis –“la rigidez de la
muerte”-, que comienza por los párpados, la mandíbula y los músculos del cuello
y sigue con el tronco y las extremidades. En un cuerpo vivo, las células
musculares se contraen y se relajan gracias a la acción de dos proteínas
filamentosas (la actina y la miosina), que se deslizan a la par. Tras la
muerte, las células se ven privadas de su fuente de energía y los filamentos
proteicos quedan inmovilizados. Esto provoca la rigidez de los músculos y la
parálisis de las articulaciones.
En estas primeras fases, el ecosistema del cadáver está formado sobre
todo por bacterias que viven en y del cuerpo humano vivo. Nuestro cuerpo
alberga una enorme cantidad de bacterias. Cada rincón del cuerpo es un hábitat para
comunidades de microbios específicas. Con diferencia, la mayor de estas
comunidades está en el intestino, donde residen billones de bacterias de
cientos o miles de especies diferentes.
La microbiota (ese conjunto de microorganismos que se localizan de
manera normal en distintos sitios del cuerpo humano) Se le ha asignado diversos
papeles en la salud humana y se la asocia a miles de afecciones y dolencias,
desde el autismo y la depresión hasta el síndrome del colon irritable y la
obesidad. Pero es poco lo que sabemos de estos parásitos microbianos. Y menos aun
lo que sabemos de ellos cuando morimos.
La mayoría de los órganos internos están libres de microbios mientras
vivimos. Poco después de la muerte, sin embargo, el sistema inmune deja de
funcionar, lo que permite su expansión por todo el cuerpo. Es algo que suele
empezar en las tripas, en el cruce entre los intestinos grueso y delgado –y
enseguida en los tejidos vecinos-, de dentro afuera. Alimentándose del cóctel
químico que se escapa de las células dañadas, los microbios invaden los
capilares del sistema digestivo y los nódulos linfáticos y se propagan por el
hígado y el bazo antes de pasar al corazón y el cerebro. Tras la muerte, las
células se ven privadas de su fuente de energía y los filamentos proteicos
quedan inmovilizados. Esto provoca la rigidez de los músculos y la parálisis de
las articulaciones
El estudio de Javan sugería que ese “reloj microbiano” podría estar aún
funcionando dentro del cuerpo humano en descomposición. Demostraba que las
bacterias alcanzaron el hígado unas 20 horas después de la muerte y que
transcurrieron al menos 58 horas hasta que se propagaron por todos los órganos
de los que se tomaron muestras. Es posible, por tanto, que tras la muerte
nuestras bacterias se expandan por el cuerpo de un modo sistemático, y que la
cadencia con la que se infiltran primero en un órgano interno y después en otro
nos ofrezca otro modo de estimar el tiempo transcurrido desde la muerte.
“El grado de descomposición varía entre los distintos individuos pero
también entre los distintos órganos”, dice Javan. “El bazo, el intestino y el
estómago, así como el útero de una embarazada, se descomponen antes, mientras
que el riñón, el corazón y los huesos sufren un deterioro más lento”.
Putrefacción
Una vez que la autolisis se inicia y las bacterias van escapando del
tracto gatrointestinal, comienza la putrefacción. Es la muerte molecular, la
descomposición, aún más aguda, de los tejidos blandos en gases, líquidos y
sales. En realidad es algo que ya había empezado, pero es con la intervención
de las bacterias anaeróbicas cuando de verdad coge impulso.
En la putrefacción, las especies bacterianas aeróbicas, que necesitan
oxígeno para crecer, ceden el terreno a las anaeróbicas, que no lo necesitan.
Estas comienzan a alimentarse de los tejidos corporales, fermentando los
azúcares en su interior y produciendo así derivados gaseosos como el metano, el
sulfuro de hidrógeno y el amoniaco, que se acumulan en el cuerpo e inflan (o
“entumecen”) el abdomen y a veces otras partes del cuerpo.
De esta forma el cuerpo se decolora aún más. A medida que las células
sanguíneas escapan de los vasos en desintegración, las bacterias anaeróbicas
transforman las moléculas de la hemoglobina, que llevaban el oxígeno por el
cuerpo, en sulfohemoglobina. La presencia de esta molécula en la sangre es lo
que da al cuerpo en plena descomposición esa apariencia translúcida, olivácea,
tan característica.
Colonización
Cuando un cuerpo en descomposición comienza a purgarse queda expuesto al
entorno. En esta fase, el ecosistema cadavérico es ya completamente autónomo:
un nido de microbios, insectos y carroñeros.
Dos especies asociadas a la descomposición son la moscarda y la mosca de
la carne (y sus larvas). Los cadáveres desprenden un olor fétido, dulzón,
nacido de una compleja mezcla de compuestos volátiles que cambia según progresa
la descomposición. Las moscardas detectan el olor mediante receptores
especializados en sus antenas, se posan en el cadáver y ponen sus huevos en los
orificios y las heridas abiertas.
Cada mosca pone unos 250 huevos que se abren en el espacio de 24 horas.
Las pequeñas larvas se alimentan de la carne putrefacta y mudan en larvas más
grandes, que se alimentan durante varias horas antes de volver a mudar. Tras
seguir alimentándose, estas larvas, ya de mayor tamaño, se arrastran fuera del
cuerpo. Entonces pupan y se transforman en moscas adultas, y el ciclo
recomienza hasta que no queda con qué alimentarse.
Es posible que, tras la muerte, nuestras bacterias se expandan por el
cuerpo de un modo sistemático, y que la cadencia con la que se infiltran
primero en un órgano interno y después en otro nos ofrezca otro modo de estimar
el tiempo transcurrido desde la muerte
En condiciones normales, un cuerpo en descomposición contendrá un gran
número de larvas en la tercera fase. Esta “masa larval” genera mucho calor,
elevando la temperatura en el interior del cadáver en más de 10ºC. Igual que
una piña de pingüinos en el Polo Sur, la masa larval está en constante
movimiento. Pero mientras los pingüinos se juntan para darse calor, las larvas
se mueven para refrigerarse.
La presencia de moscas atrae a diversos depredadores, como el escarabajo
de la piel, el ácaro, la hormiga, la avispa y la araña, que se alimentan de las
larvas y los huevos de las moscas, o bien los parasitan. Los buitres y otros
carroñeros, al igual que algunos grandes carnívoros, pueden también aparecer
por allí.
Pero son las larvas, en ausencia de carroñeros, las encargadas de
eliminar los tejidos blandos. Como anotó en 1767 Carl Linneo (a quien debemos
el sistema usado por los científicos para nombrar las distintas especies),
“tres moscas pueden consumir el cadáver de un caballo en el mismo tiempo que un
león”. Las larvas de la tercera fase saldrán por fin del cadáver en grandes
cantidades, casi siempre siguiendo la misma ruta. Su actividad es tan minuciosa
que sus rutas migratorias pueden apreciarse, tras la descomposición, en los
hondos surcos que quedan en el suelo emanado del cuerpo.
Cada especie que visita el cadáver tiene un repertorio único de
microbios intestinales y es probable que los diferentes tipos de suelo
alberguen diferentes comunidades bacterianas cuya composición esté determinada
por factores como la temperatura, la humedad y el tipo y la textura del suelo.
Dos especies asociadas a la descomposición son la moscarda y la mosca de
la carne (y sus larvas). Los cadáveres desprenden un olor fétido, dulzón,
nacido de una compleja mezcla de compuestos volátiles que cambia según progresa
la descomposición
Todos estos microbios se mezclan y se relacionan dentro del ecosistema
cadavérico. Además de dejar sus huevos en él, las moscas que llegan al cadáver
se llevan algunas de las bacterias que encuentran allí y dejan otras propias.
Los tejidos licuados que se filtran a través del cuerpo permiten, por su parte,
el intercambio de bacterias entre el cadáver y el suelo subyacente.
De modo que es probable que cada cadáver tenga su propia firma
microbiológica y que esta firma pueda cambiar con el tiempo dependiendo de las
condiciones precisas del lugar de la muerte. Si se logra entender mejor la
composición de estas comunidades bacterianas, las relaciones entre ellas y cómo
se influyen entre sí a medida que avanza la descomposición, algún día los
forenses tendrán más información del dónde, cuándo y cómo de la persona muerta.
Por poner un ejemplo, la detección, en un cadáver, de secuencias de ADN
específicas de un organismo particular o un tipo de suelo podría ayudar a los
investigadores que trabajan en la escena del crimen a relacionar el cuerpo de
una víctima de asesinato con una localización geográfica, o incluso a estrechar
aún más –una finca en un área concreta- la zona donde buscar pistas.
Purga
“Estamos estudiando el fluido de la purga que sale de los cuerpos en
descomposición”, dice Daniel Wescott, director del Centro de Antropología
Forense de la Universidad del Estado de Texas en San Marcos.
“He estado leyendo un artículo
sobre drones que sobrevuelan tierras de cultivo con el fin de decidir cuáles
son más fértiles”, dice. “Utilizan un casi-infrarrojo, y los suelos con una
mayor riqueza orgánica presentan un color más oscuro que los otros. Pensé que
si eso era posible, entonces nosotros podíamos centrarnos en nuestros pequeños
círculos”.
Esos “pequeños círculos” son islas de descomposición cadavérica. El
cadáver altera significativamente la composición química del suelo sobre el que
se descompone, provocando cambios que pueden durar años. La purga – la expulsión
de desechos de los restos del cuerpo- libera nutrientes en el suelo, y la
migración de las larvas transfiere casi toda la energía del cuerpo a un entorno
más amplio. Finalmente, el proceso crea una “isla de descomposición
cadavérica”, un área muy concentrada de suelo de gran riqueza orgánica. No solo
libera nutrientes en un ecosistema más amplio sino que atrae otras materias
orgánicas, como insectos muertos y restos fecales de animales más grandes.
Se calcula que un cuerpo humano normal está formado por entre un 50% y
un 75% de agua, y que cada kilo de masa corporal seca acaba por liberar 32
gramos de nitrógeno, 10 gramos de fósforo, 4 gramos de potasio y 1 gramo de
magnesio en el suelo. En un primer momento destruye parte de la vegetación del
entorno, bien por la toxicidad del nitrógeno, bien por los antibióticos que
contiene el cuerpo, secretados por las larvas de los insectos mientras se
alimentan de su carne. Pero, al final, la descomposición beneficia al
ecosistema de los alrededores.
La biomasa microbiana dentro de la isla de descomposición cadavérica es
mayor que en otras áreas cercanas. Atraídos por los nutrientes que el cuerpo va
filtrando, los gusanos nematodos, vinculados a la descomposición, se hacen más
abundantes, con lo que la vida vegetal es también más diversa. Estudiar en
profundidad cómo los cadáveres en descomposición alteran la ecología del
entorno podría facilitar la búsqueda de víctimas de asesinato cuyos cuerpos hubieran
sido enterrados de manera superficial
El análisis de la tierra de la sepultura podría también proporcionarnos
otro modo de calcular el momento de la muerte. Un estudio de 2008 sobre los
cambios bioquímicos que tienen lugar en una isla de descomposición cadavérica
mostraba que la concentración de lípido-fósforos que fluye del cadáver está en
su apogeo unos 40 días después de la muerte, mientras que la del nitrógeno y el
fósforo extractable alcanzan su punto más alto a los 72 y a los 100 días de la
muerte, respectivamente. Si lográramos entender mejor estos procesos, el
análisis bioquímico de la tierra de la sepultura podría algún día ayudar a los
investigadores forenses a calcular el tiempo que lleva un cuerpo enterrado en
un lugar determinado.
Entierro
En el calor seco, sin tregua, del verano de Texas, un cuerpo dejado a su
suerte se momificará antes de descomponerse del todo. La piel perderá enseguida
toda humedad, y seguirá pegada a los huesos cuando el proceso haya finalizado.
La velocidad de las reacciones químicas que intervienen en el proceso se
dobla con cada aumento de 10º en la temperatura, de modo que un cadáver
alcanzará la fase de descomposición avanzada a los 16 días de la muerte en unas
condiciones de temperatura media diaria de 25º. Para entonces, el cuerpo habrá
perdido casi toda su carne y podrá empezar la migración masiva de las larvas al
exterior del esqueleto.
Los antiguos egipcios aprendieron involuntariamente cómo el entorno
afecta a la descomposición. En el período predinástico, antes de que empezaran
a fabricar tumbas y féretros, envolvían a sus muertos en lino y los enterraban
directamente en la arena. El calor inhibía la actividad de los microbios y la
sepultura impedía que los insectos llegaran al cuerpo, de modo que estos se conservaban
excepcionalmente bien. Más adelante empezaron a fabricar tumbas elaboradas para
los muertos con el fin de asegurarles una buena vida en el más allá, pero el
efecto fue el contrario al deseado, ya que al alejar el cuerpo de la arena, la
descomposición se aceleró. Así, inventaron el embalsamiento y la momificación.
El embalsamiento implica el tratamiento del cuerpo con sustancias
químicas que reducen la velocidad del proceso de descomposición. Un
embalsamador del antiguo Egipto lavaría primero el cuerpo del muerto con vino
de palma y agua del Nilo, sacaría casi todos los órganos internos a través de
una incisión a lo largo del costado izquierdo y lo llenaría de natrón (una
mezcla salina típica del Valle del Nilo). Utilizaría un gancho largo para extraer
el cerebro a través de las fosas nasales y luego cubriría todo el cuerpo con
natrón y lo dejaría secarse durante 40 días. En un primer momento, los órganos
secos se dejaban en jarras canópicas enterradas junto al cuerpo; más adelante,
se envolvían en lino y se devolvían al cadáver. Por fin, el propio cadáver era
envuelto en múltiples capas de lino para prepararlo para el entierro. Los
funerarios estudian todavía hoy las técnicas de embalsamiento de los antiguos
egipcios.
Según las leyes de la termodinámica, la energía no se crea ni se
destruye, sólo se transforma. En otras palabras: las cosas se descomponen y, en
el proceso, su masa se convierte en energía.